Francisco Javier (Perucho), un primo mío, es tuerto por un accidente; alegre, dicharachero, cortés y enamoradizo por un juicioso entrenamiento, además, un parlanchín de los buenos. Varias veces me ha contado que una noche se fue de vacilón a un baile en Olaya (Cartagena), para esconder su discapacidad usaba unas gafas oscuras.
Apenas llegó al bembé, le puso “el ojo” a una morena cuyos pies se movían inquietos debajo de una mesa y cuando sonaron los primeros compases de una canción de Primitivo Santos, se acercó y le tendió una mano.
—Ñerda primo, parecíamos hechos el uno para el otro, enganchamos a bailar pa’ allá y pa’ acá como si fuéramos Danny y Sandy en <<Brillantina>>.
Bailaron otras diez piezas musicales más y luego se sentaron, tomaron gaseosa, conversaron un poco y de nuevo atacaron la pista de baldosines blancos y negros.
—Después de otra tanda de baile, la invité a “coger fresco” en el patio y ella aceptó. Con disimulo saqué mi pañuelo, levanté mis gafas y me limpié el sudor de la cara, cuidándome de que ella no viera mi ojito tuerto.
La muchacha usaba unas gafas Ray-Ban (imitación, por supuesto), de montura ovalada de color blanco, muy de moda en las películas que exhibían en el Teatro España.
—Salimos, algunas parejas conversaban en el patio; meloso, le ofrecí mi pañuelo para que se secara el sudor, y ella con sonrisa coquetona lo aceptó, levantó sus Ray-Ban chimbas y entonces primo, solo entonces, me di cuenta mi primo, ¡ella también era tuerta!
Luis Antonio Arroyo Orozco.
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